viernes, 6 de mayo de 2016

Exégesis De Una Vida Oculta

I

Estoy infectado de vida. De una sola vida. De una vida que se multiplica. De una vida transmitida a través de una picadura de escorpión. De una palabra aguijón. De una señal malinterpretada. Del supuesto de esa palabra. De una palabra que es un nombre, el nombre de otra palabra. Yo soy esa palabra. Soy ese yo que se volatiliza si me llamas por mi nombre. 

Los cuervos revolotean en círculo alrededor de la herida. Y es a través de la herida que se accede al otro lado. Pero no hablemos de la herida. Tampoco hablemos del dolor. Hablemos del otro lado. Del lado oculto tras la piel. Hablemos de todo aquello que transpira por los poros. Hablemos de todo aquello que se volatiliza al llamarlo por su nombre. 

Estoy perdido, pero te voy a mencionar mi ubicación: un coordenada improbable entre la Jerusalén celeste y la Jerusalén terrestre. Jamás confíes en nada que no sea improbable. Jamás confíes en nadie que niegue estar perdido. Jamás le tiendas la mano a nadie, a menos que ese alguien se declare habitante transitorio de una estación de tren cualquiera. 

Confío en el enigma. En el poder de su constancia. En la verdad de su irresolubilidad.

Confío en la Ciudad Santa. En su carácter bidimensional. 

Confío en todos los mapas, pues al mirarlos de perfil todos son lo mismo: una sola línea. 
Atraviesa esa línea.

Confío en la existencia de una fantasía primigenia. 

Descarto la realidad de todo lo que existe entre los polos. Tan sólo es el magnetismo lo que importa. 

Desconfío de todo lo que configura a una persona. Su insistencia en existir no es más que la reafirmación de su inexistencia.

Desconfío de las cuestiones. No son más que la asunción infantil de que las respuestas existen. Jamás me hagáis preguntas, os diré que os creéis personas.

Me encuentro en medio de dos instantes. Al borde del agua que penetra en las estaciones. 

Me encuentro en el lugar del encuentro. Allí donde soy sin ser y habiendo ya sido.


Pero lo más importante es que me encuentro justo aquí, donde tú no eres nada, ni jamás vas a serlo.



II

Observo mi reflejo en el metal silábico de las palabras. La mandíbula desencajada por el lenguaje. Un viaje a ciegas en el que todo se convierte en perla. Óxido. Exhalo el vaho de mis entrañas de un modo vagamente caballeresco: soy una locomotora de acero parada frente al extremo cortado del carril, pero toda mi maquinaria aún está en marcha…

El útero estalla con todas sus posibilidades dentro: los labios azules, las estatuas, los autos negros, la daga de empuñadura espinosa, la soga marginal, lo divino, el sonido ultraterreno de las balas, la sierra desdentada y cadavérica… todo ello apagándose, destiñiéndose, adquiriendo oscuridad poco a poco como una naturaleza muerta engullida gradualmente por la medianoche.

Sepúltame bajo la nieve, entiérrame en los bosques nevados como una espada que se ha roto. Sentiré las encías de los peces, los mordiscos de los insectos, la eternidad enfriándose dentro de mí. 

“Un niño yace encogido a la orilla de un lago congelado. Su piel es azul y sollozante. A pocos metros de él, bajo las aguas heladas, hay una ciudad sumergida. Ésta posee la apariencia de una metrópoli arcaica que ya forma parte integral de la estructura del hielo. Una de sus torres atraviesa la superficie alcanzando los cielos de manera irracional. En otro lugar, muy distante de este otro, observamos un salón aparentemente vacío. La luz de neón se cuela vagamente por sus ventanas. En el centro de su oscuridad resplandecen unos peces de colores. Éstos se encuentran completamente inmóviles, muertos, incrustados en el agua congelada de un acuario. Yo soy ese acuario.”

Con estas dos imágenes sólo pretendo describir el estado de mi piel. Mis manos, ya moradas, han perdido toda su sensibilidad. Déjame calentarlas entre tus piernas, acercarlas a una hoguera de símbolos incomprensibles, posarlas suavemente sobre la piel tatuada, cualquier piel tatuada, una piel abarrotada de significados cálidos. 

Es en este frío inconcluso donde perecemos. Nada hay más elocuente que la muerte. Hay un Dios que nos habla a través del código de nuestras desapariciones: un vocabulario helado compuesto de asesinatos, enfermedades, accidentes y paradas cardiacas. Una música que se enfría a medida que el tiempo avanza hacia Él. Con todo, confío en que mi muerte hermosa embellecerá al mundo. 



III

Entre las nieves, una voz saturnina evoluciona como un organismo vivo hasta llegar a alcanzar de nuevo su propio génesis. El movimiento continuo de la imaginación. No hay cánones para esta aventura. Al llegar la noche realizas la misma serie de letanías marginales, arrodillado frente a tu altar interior. Profecías hipotéticas que se cumplen antes del amanecer, en el único lugar posible, en la última estación, allí donde te abandona ese tren transiberiano que se evapora poco después de llegar al final del espacio. Más allá del sueño. Una huída hacia adentro, hacia el reino de la posibilidad.

Pisas tierra en el nuevo mundo del enigma, un pensamiento milagroso con demasiadas salas de espera. El nudo del misterio te estrangula el cuello mientras tu cuerpo cae por causa de una gravedad incierta. Realizas todas las ceremonias pertinentes antes de tener el encuentro con el monstruo. Todo esto se ejecuta siendo completamente consciente de haber sido amputado del planeta. Cercenado con una espada de hierro oxidada y sin afilar. Son las decisiones. El acto mágico de la voluntad. 

Soy capaz de transmutarme en la materia de un poema violento. Me revelo contra el libro no escrito. Contra todo lo que aún no he dicho. Me niego a ser cómplice de ese fenómeno risible en el que el escritor y su lector lloran juntos sin motivo alguno. El comportamiento del lenguaje es ciertamente monstruoso.

No queda más que observar, sentado sobre tu propia sombra. Calentar tus manos frente al fuego de tus más altas pretensiones. Hacer de ellas el arma más afilada y eficaz contra los complejos ajenos. Contra la necesidad risible de los otros por minimizar todo lo que en ti resplandece. O contra el peloteo grandilocuente con el que se unen los mediocres en las redes. No hagas como si el mundo no te afectara. La herida es parte de tu resplandor. La agresividad resultante del dolor te ayudará a sesgar todos los velos que ocultan el misterio. Tu propio misterio. La agresividad junto con todas tus delicadezas. Todo. No menosprecies ninguna parte de tu corazón ardiente, digan lo que digan los códigos moralistas y sociales del momento. De todos los momentos. No permitas que ninguna ideología te minimize. Todo lo que posees es un don concedido por el Sol. Se parte del firmamento.   

Escribe un único libro en tu vida. Haz de tu obra entera una sola cuchilla. Un sólo filo. Una única síntesis bio-gráfica. Un único epitafio. Olvídate de todos los caballeros literarios. ¿Qué digo caballeros? caballeretes. Ofréceles tu orina, algún verso ininteligible en el que crean visionar la eternidad Maya, o con el que puedan compararse y así confiar en su propia legibilidad. Legitimidad. No te sientas lastimado por los detalles. Escucha tan sólo toda esa música que sabes que acabará absorbida por la oscuridad. Sométete a ti mismo a una educación siberiana. Cubre tu apariencia externa con tatuajes, como lo hacen los presos rusos, pues tu existencia interna apenas dista de la suya. Condénate a ti mismo a muerte, a una condena perpetua en la prisión de tus fantasías. Manda a tomar por culo a todos tus “amigos”. Invéntate cualquier excusa para hacerlo. Éste es un viaje que hay que hacer completamente solo. No hay otra manera. Es entonces que sentirás el fuego de la noche ardiendo en tu alma. Es entonces que sentirás toda la plenitud de la Siberia espiritual. 



IV

Hace ya tiempo que abandoné cualquier práctica o gesto explícitamente mágico y religioso, estipulado o no estipulado, ortodoxo o heterodoxo, personal o impersonal. Todas esas cosas hacen olvidar la magia y lo milagroso que hay en lo cotidiano, en lo más inmediato. En la obviedad. No hay mayor acto mágico que la realización de tus tareas cotidianas. No hay mejor ni más sofisticado ritual que el simplemente levantarte por las mañanas siendo completamente consciente de la maravilla que hay en todo lo que te rodea y en todo lo que eres. Cualquier ritual mágico y religioso no es más que una negación del gran milagro que es el mundo tal y como es, incluso cuando se trata de una mera celebración. Basta ya de olvidar. Basta ya de crear teatrillos y escenarios absurdos sobre el Gran Escenario. No llenéis la Tierra Santa, que es el mundo a secas, con porquerías. 

Aun con todo, si encuentro algún pájaro muerto, se lo ofreceré al Sol. Tatuaré su figura en mi cráneo. Escribiré unas pocas palabras en su memoria, que es mi memoria, y las meteré en un bote de formol. Si pudiera alcanzar el mar, descansaría. Me vaciaría en él, esta vez sin ceremonias. O aún mejor, arrojaría sobre sus aguas a cualquiera de vosotros, para que muráis en mi nombre.

Con estas líneas sólo trato de expandir una cálida penumbra sobre un campo demasiado iluminado. Todo es posible porque nada es real: el fuego del poema, como una fiebre alta olvidada durante siglos entre las hojas de un libro. La muerte exterior del mundo. Las joyas infinitas del atardecer. Los eclipses rutinarios que ensombrecen el alma. Los amores lisiados que te hacen creerte inmortal por unos instantes. Las vigilias de los monjes, esperando una segunda venida en lo más inaccesible de sus corazones… Todas imágenes demasiado impregnadas de muerte. Me lanzo a través del resplandor de lo que simbolizan. ¡Cuantas promesas guardadas tras un simple símbolo!

Una Edad Media crepuscular reverbera en cada uno de mis actos. Es como si cada instante fuera un problema irracional. Vivo rodeado de leones rojos y alados que escupen instantes de oro sobre el transcurrir del tiempo. Mi vida es como un baúl imposible de abrir o cerrar. Es como un ojo sin párpado con la mirada fija en un horizonte. Los horizontes son muy fáciles de hacer. Dame un bisturí o un cuchillo y te haré uno en cualquier parte del cuerpo. Te harás así inalcanzable. 

Dejo correr los vientos de fuego a través de mí. Soplos que han comenzado a recorrer el mundo dramáticamente. Se trata de una nueva cartografía, de una nueva rosa señalando en todas direcciones. Le quito lentamente la ropa a la anatomía de esta narración. Una vez desnuda la tiendo, aún temblorosa, sobre una superficie húmeda, rocosa y cubierta de pétalos marchitos. Le hago el amor a ese yo esencial que se oculta en el texto, sin esperar ninguna respuesta. Con ello pretendo crear un embrión impregnado de reflejos. Un hijo bastardo de mí y del lenguaje. Un homúnculo. Este texto no es más que una probeta. 



V

Los fuegos encendidos. El clamor de las hogueras volcánicas centellea durante toda la noche. La naturaleza mineral de la mente insomne es un cadáver opalescente con un resplandor indistinto del de una luna ardiendo. El olor del subconsciente es el mismo que el del azufre. Uno acaba dándose cuenta de que la imaginación no es más que una erupción pestilente. La explosión de un magma perverso y maravilloso escondido bajo presión. La emanación de todos los gases tóxicos que se han acumulado sigilosamente bajo la corteza de tu alma. Soy consciente de que esta especie de poema está adquiriendo poco a poco el hedor de una lava infernal.

Antiguamente, de mi mente fluían arroyos primaverales que regaban la frugalidad del mundo. Ahora estos torrentes están congelados. Por ellos se deslizan los lobos hambrientos de mis más íntimos y antiguos anhelos, patinando silenciosamente sobre el hielo, como dirigiéndose a un lugar nunca visto. A un matadero ultraterreno.

Hace demasiado silencio aquí, en esta promesa lunar. los genitales de la aurora resplandecen con la tibieza de un eterno Diciembre. Volvería a la ciudad si no creyera que ésta no es más que una cita fúnebre sin importancia. Camino junto a la carretera, sobre la escarcha, donde el ganado en otros tiempos se atrevía a pastar aun a riesgo de ser arrasado por algún ómnibus despistado, o por cualquiera de los rasgos estúpidos de esta humanidad ebria. Soy consciente de que yo corro el mismo peligro. Cuando ya no puedo soportarlo más me lanzo sobre la nieve crujiente, me hundo en la simpatía espinosa de su temperatura metálica y deliciosa. Es entonces que te sientes irremediablemente alejado del Sol. En algún planeta limítrofe de nuestra galaxia. O mejor aún, en un meteorito que se mueve a la deriva por el espacio. Un meteorito gigantesco destinado a colisionar contra un planeta azul y lleno de vida. Contra una bola de roca caliente abarrotada de unos organismos muertos y aun así animados que se definen con la palabra “persona”.   

He comprendido la nomenclatura oculta tras la estructura del acero. Un material que he aprendido a manejar hábilmente. Su naturaleza es mucho más preciosa que la de cualquier joya, que la de cualquier metal. Una naturaleza incluso más poderosa que la del oro. Los viejos alquimistas no erraron en sus métodos. Erraron en la materia de su objetivo. No es el oro el material en el que hay que transmutar tu vida interior. Es el acero. He de crear una revolución industrial en mi alma. Abarrotar mi corazón con locomotoras de vapor. Rellenarlo con vigas del mejor metal robusto y con pintura antioxidante. Construir la base de mis más íntimos anhelos con este metal de apariencia lunar. Es ahora que entiendo la alquimia mística de Tetsuo. Es ahora que entiendo que Alemania hubo de reconstruirse desde cero al son de los golpes metálicos del martillo poderoso. Es ahora que entiendo que el único poder que poseía la época soviética residía en el material de sus insignias. En el acero. Únicamente en el acero. Es con este material precioso que construyo un telón mágico entre mí y el resto del mundo. He de inmortalizarme en este amor metálico, un amor mucho más grande que el de cualquier hombre o mujer. 

Escribo esto en una libretita negra. Un objeto que posee la apariencia del eclipse. Estoy seguro de que la naturaleza de este escrito ya estaba contemplada entre las fechas más funestas del calendario Maya. Predicha para los días más oscuros. Para los días en que la luna oculta enteramente el círculo solar. Es la hegemonía del astro femenino. Es durante estos días sin astro patriarcal que la vida se desintegra en la muerte más absoluta y horrible. Bajo el influjo de una única energía, la femenina. Mis palabras son las de un sacerdote precolombino que alza sus manos sangrientas a esta muerte celeste, y a su emulación terrible en la Tierra. La regeneración tan sólo depende de ti. La reinstauración del Sol, la re-ignición de su plenitud radiante. Para ello nunca, repito: nunca, nunca dudes de servirte del acero.



VI

El silencio es blanco. Es el color de una hoja de papel sin nada escrito. Escribe palabras blancas para no alterar el silencio. Cubre el ruido de éstas con la nieve de tus labios, inmóviles y callados. Interroga el silencio tan sólo con tu mirada. No preguntes. No hagas ningún gesto. Inmoviliza el vaivén ruidoso del lenguaje con la quietud misteriosa de tus ojos. Sin ninguna emoción. Sin ningún signo. Tan sólo el espíritu.

Palabras. Palabras. Tantas palabras. Leo un libro en cuyas páginas sólo está escrita la palabra ‘Fin’. Es, por supuesto, un libro que jamás acabaré. Mejor abandonarlo antes de que la vida se eche a perder.

Escucho un juramento en la oscuridad. Es un epitafio para la tumba inexistente de Ofelia. Tengo entendido que no le fue especialmente bien. Literatura, oh literatura. Ahora ella nos mira desde la eternidad, sin expresión alguna, sin decir palabra. Ofelia es el blanco del papel. Ofelia son los labios inmóviles y callados, las palabras mezcladas con la nieve. Ofelia es el silencio ininterrumpido.

Los niños hablan y se ríen a escondidas. Entre ellos juegan a juegos fantásticos. Recorro los largos caminos que llevan a casa. Por ellos transcurren miles de ancianos con la frente manchada de ceniza en forma de cruz. La noche se tensa como la cuerda de un violín apunto de romperse. Unas vendas delicadas envuelven la fragilidad de un cuerpo ausente. Pese a cubrir un vacío éstas se manchan de sangre. En la distancia vislumbro los hoteles vacíos y todas las demás señales de la muerte. Las abstracciones adquieren peso y volumen. Los amantes románticos y sus cartas de amor sucumben bajo el peso de sus falsos valores. El mundo se transforma en una verdad aún más extraña.

No llores por la muerte de Ofelia, no tiene sentido. Se en cambio cómplice de su locura. Conviértete en un Hamlet oscuro que la observa flotando a lo lejos, río abajo, deslizándose hacia ningún lado. Observa la absoluta equidad de la muerte. Pero no hagas ningún gesto inmerecido de despedida. Aprovecha la oportunidad que se te ha dado para romper el mutismo del papel, para escribir, crear, imprimir tus palabras sobre el blanco silencioso. Sobre la nieve. Haz el mayor ruido posible con tus palabras negras y volcánicas. Haz eco de la maravilla. Gracias por quitarte de en medio querida Ofelia. 

Querido silencio.



VII

Los futuros hipotéticos se convierten en un único cisne entonando un único canto: la suma de todas las renuncias. Todas ellas cantadas al unísono, configurando un único compromiso: el amor. Pero no un amor dirigido hacia una persona. No. No ese tipo de amor.

Tal vez mi vida haya empezado por el final, como todas esas películas y novelas que complican su estructura por mero capricho. Una anticipación cruel y pretenciosa. Y aun así, actúo como si no conociera mi destino, tal y como hacemos cada uno de nosotros, pues confío en un único amor. Pero no un amor dirigido hacia una persona. No. No ese tipo de amor. 

Me anticipo al jardín donde ocurren todos los finales. Es un estilo personal. Los hechos atraviesan la realidad a tal velocidad que no acierto a distinguirlos de la muerte. De cualquier muerte. De cualquier narración que comienza por su final. El ‘Fin’ como axioma. Olvida todo esto y haz del amor tu axioma. Pero no un amor dirigido hacia una persona. No. No ese tipo de amor.

Hay algo amorfo en todos los finales. Un espíritu evocativo y perfumado, sí, pero siempre sin forma ni sentido. La gente siempre los recarga de significado, como si fueran un mito viviente que nos debiera ofrecer alguna explicación alegórica. Somos como una novia celosa que le pide cuentas a un evento irresoluble. La muerte se debe de estar descojonando de todos nosotros. Aunque tal vez esa sea la explicación, el mito definitivo: una gran carcajada. Pero siempre nos quedará una última carta en la manga: el amor. Pero no un amor dirigido a una persona. No. No ese tipo de amor.

Canta suavemente alrededor de tu destino. Rodéalo comenzando por sus suburbios, por sus calles atestadas de chaperos y chavales ansiosos por estrenar sus navajas. Adopta la postura de la seducción. Se un merodeador sentimental y entrometido. La conquista será la mayor de las asunciones: la aceptación de tu sino. A eso lo llamo yo ser un verdadero amante. Pero aun así no dejes absolutamente nada para la posteridad. No caigas en ese engaño. En el mito del legado. Acomete el romance más grande y violento contra cualquier sentido de la perpetuabilidad (la estructura del romance siempre será la más idónea, siempre acaban en desastre). Nada ha de llevar tu apellido. No te conviertas en un recuerdo maleado. Evita ser un eslabón más de una cadena que se cierra a sí misma en un círculo sin sentido. De ti sólo ha de quedar el amor. Pero no un amor dirigido a una persona. No. No ese tipo de amor. 

Acaricia con disimulada melancolía la rutina de tu trabajo. Esto es, el desnudo patetismo de las palabras, tanto en su forma más explícita como en lo oculto de las imágenes: peces difuntos balanceándose en un ocaso oceánico. Allí, donde coinciden irremediablemente todos los afluentes. El blanco luminoso de la última página. El mito repentino de un Atlántico ultraterrenal. La discreción fulgurante de las desgracias secretas. La humedad pegajosa de la existencia. Esa cabeza que se inclina levemente hacia un lado al observar un paisaje vacío: aterrizajes invisibles sobre las pistas oscuras de un aeropuerto abandonado. La insinuación sigilosa en los ojos de un ciego. La flor más grande: el fruto de la Nada.

Y con todo, siempre te quedará el amor. Pero no un amor dirigido hacia una persona. No. No ese tipo de amor.



VIII

“De mi sorda angustia tan sólo conocerás extrañas bellezas reveladas por el día”
-Jean Genet. Marcha Fúnebre-

Rimbaud sienta a la belleza en sus rodillas. La golpea en sus nalgas con la cadencia de una sinfonía romántica. Esa música que escuchan todos los impostores. La blanca tiza que traza los límites de las emociones estériles. Una diadema de oropel con una piedra de riñón acuñada en su centro.

Escucho en silencio la atracción discreta del atardecer. Esa corona que define el poder de la reina homérica. La alquimia del sufrimiento. El balcón quimérico de la Julieta enamorada. La temperatura del sol en el pecho de las doncellas. El frío en el abdomen del muchacho envenenado: un Romeo que guarda silencio, peligrosamente, mientras finge estar muerto.

Un ángel se me aparece vestido con el disfraz del abismo. Me saluda con el amaneramiento de una época pasada. Con esos modales levantinos y entusiastas que tan poco soporto. En realidad esas cosas hacen uso del mismo tipo de persuasión que una tetas exuberantes toscamente exhibidas. Poseen la esencia del perfume exótico y grosero de la mentira. Se trata de la seducción del lenguaje. El cataclismo de los nervios. Me parece estar viviendo en una hora no señalada por ningún reloj. Un momento que no existe. Todo esto es pura literatura: la mayor de las putas. 

Este texto es una cicatriz. Una herida que mantengo abierta frotándola con sustancias irritantes, tal y como hacen algunos aborígenes para conseguir un adorno cutáneo que despierte el asombro de toda su tribu. Pero no os sonriáis. Ésta es una actitud atávica como otra cualquiera. Un apéndice residual cuya función es recordarnos que no somos lo que creemos. 

Es así que el niño malogró la tinta que encontró en el cajón de los objetos mágicos. La ha desperdiciado ejecutando salpicaduras azarosas sobre la seda violácea de los sueños. No se te ha ocurrido otra cosa que utilizar este líquido resplandeciente para escupir oro sobre la cabeza de los transeúntes. Para emborronar la camisa del uniforme de tu compañero de enfrente. Para arrojarlo en el cabello recién peinado de todas las niñas que te parecen tontas. Vuelves a casa desconsolado sin saber que de esas cabezas sobre las que has escupido surgirán bellezas microscópicas que cambiarán tu mundo. De esas camisas emborronadas fluirán los mitos celestes y oceánicos que alimentarán tus fantasías, tu modo de ver la realidad. De esos cabellos repeinados que has echado a perder surgirán querubines que tocarán el cielo. Y de este niño, surgirá una criatura deslumbrante. 



IX

Las palabras resuenan con la lejana constancia de un campanario antiguo. Ecos fúnebres que retumban desde una aldea apenas distinguible por la distancia. El recorrido insalvable entre la voz del alma y el oído hundido en las vísceras. El alcance del dolor. Una existencia anecdótica con significados aleatorios. Una presencia vagamente inmortalizada en la imagen de un cadáver exquisito que se desploma sobre la nieve justo antes de convertirse en humo. Es en esa sustancia volátil que comienza mi vida. 

Las palabras son un tránsito incómodo, un pasaje hiriente de contemplar. Cada día atravieso mi propia imagen como si ésta fuera el portón desvencijado que da al jardín oculto de un sueño extraño. El vergel de flores exóticas que abandoné hace ya siglos, totalmente asilvestrado, tal fue mi imprudencia. Es desde esa distancia que me mando a mi mismo cartas solemnes que nunca llegan. Una correspondencia inaudita que se desvía por el camino, en algún lugar incierto… las palabras son siempre un tránsito errado. 

Las palabras. Flores de plástico que aun así siempre se pudren. A diario trato de dibujar la obscenidad sempiterna de su decaimiento. La observo con la atención fingida de un botánico ilustre. Me invento los detalles, añado significados, aumento el alcance de sus proporciones: no ceso de adulterar la magnitud de sus realidades, de insistir sobre el papel hasta que el dibujo no adquiere el mismo poder y misterio que un grupo de niños fumando en silencio. El misterio de la infancia. El poder de la desaparición. La realidad del humo. La verdad del silencio.

Hay un hecho. La impenetrabilidad del lenguaje posee la misma insistencia femenina por tatuarse en el pecho corazones con cerraduras: engranajes concienzudos cuyo mecanismo consiste en culpabilizar a los demás por su infranqueabilidad, por no poseer esa llave mágica que los abra y que en realidad no existe. Culpar a todo lo otro. A cualquier cosa que no sea uno mismo -he aquí la auténtica causa de su inaccesibilidad-. No existe ninguna llave para abrir semejante artificio. De igual manera, el lenguaje exige la posesión de tan ilustre llave aun siendo plenamente consciente de su inexistencia. Semejantes artificios son siempre una complicación innecesaria. Una barrera cuyo objetivo no es otro que ocultar el vacío, desviar la atención hacia un acertijo irresoluble, hacia una apariencia complicada que intenta hacerse pasar por compleja. Abandona semejante empresa estéril: lo complicado no es lo mismo que lo complejo. Son dos cosas muy distintas. Abandona el lenguaje y a todo lo que se le parezca. Abandona esos mecanismos ruidosos y teatrales. Las cosas son mucho más simples: abraza la simplicidad. La misma simplicidad que posee el silencio.

La simplicidad que posee el silencio.

simplicidad que posee el silencio.

que posee el silencio.

posee el silencio.

el silencio.

silencio.

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X

Un último y definitivo acto mágico apunta en una única dirección, la cual no es una dirección. Un único sentido, que no es un sentido. Un único movimiento, que no es un movimiento. El más complejo de los símbolos, que no es sino un simple punto. El tributo total a todos los deseos en su conjunto, todos ellos sintetizados en uno sólo: la absoluta aniquilación de todos ellos. El deseo ascético. Un monolito resplandeciendo en el epicentro baldío del kaos, allí donde confluyen todas las direcciones, los distintos caminos que siempre llevan al mismo horizonte disperso, esa línea de eventos desde la que volver como un hijo pródigo sin haber descubierto nada más que falsas ilusiones. Hablo del retorno al centro silente. Hablo del eje del Kaos, que no es sino su antagonismo, el punto inmóvil donde convergen todos los movimientos. El punto cero que alcanza todas las distancias sin siquiera recorrerlas. El centro geométrico de la rueda cósmica -que nada la mueve sino uno mismo-. El punto de inflexión en la señal de la cruz, el que la mano no toca.

La resolución del laberinto es no recorrerlo. 

Hay una conclusión hermosa en esta extremaunción de los violines.

No hay respuesta a la efigie de los sentimientos, sino la muerte sufriendo una erección.

Has de resucitar de la muerte que se sufre al nacer. Una señal que arda a través de tus acciones, sin hacer absolutamente nada.

En el principio no fue el Verbo. Fue el Principio.

Precipítate en el anonimato, como una flor vertiginosa. 

Tú no puedes interpretar los sueños. Ellos te interpretan a ti. Déjalos en paz.

Atente al diagnóstico del naipe. Éste siempre está equivocado.

Intuye que al final todo se hará realidad.

Aléjate de la gente, sus cabezas son similares a una casa llena de gente.

Todo lo que crees esencial sigue siendo una crisálida.

Escucha el grito de Jonás dentro de la ballena, y esgrime una sonrisa egipcia.



XI

¿Cuál es el sentido del sentido? Un propósito incendiario. Esa lágrima que resplandece aun careciendo de significado. Brilla, pues posee el poder evocativo del agua. De un agua que arde y quema. Pero tras esa combustión ideal siempre ocurre el mismo fenómeno: copos de ceniza negra cayendo sobre el vacío. Una conclusión sepultada en una estación inconclusa e invernal: el supuesto de un Yo inaccesible.  

Observo el incendio que planifiqué durante toda mi infancia al cobijo de la oscuridad. Pese a mi regocijo, siempre ocurre algo impredecible, miles de contrariedades encarnadas en una única barrera, en un velo casi impalpable: es imposible descorrer una cortina hecha con humo, tal es el propósito del fuego. 

Mis palabras han completado el ciclo. Un chillido demasiado humano al final del túnel, donde la rosa negra y profética arde de forma ininteligible. El Jonás remoto. Una verdad cubierta de líquenes y encriptada en la estructura del mito. No hay realidad, sólo fenómenos encadenados a una flor inaudita que se deshoja pétalo a pétalo. El Me quieres/No me quieres. Los Ceros y los Unos. El se Es o no se Es. Todo esto son pensamientos que pretendo perpetuar en el humo. Inmortalizarlos en la niebla…

… Los marineros enloquecen cuando la niebla cubre la galera. Ésta entorpece la visibilidad. Los sume en una tibia oscuridad. Es la ceguera lo que provoca que el resto de los sentidos se alteren. Los horrores internos se materializan en el plasma de la imaginación, hasta concretarse en el plano de lo real. Los asesinatos perpetrados en esta dimensión son buena prueba de ello. Y con todo, los navegantes pierden la oportunidad de ser redimidos con el poder transformador del horror. Echan la culpa de todo a la niebla. ¡A la niebla!… No se dan cuenta de que es precisamente la niebla… lo que los protege.



XII

Madrid. Blanca es la ambulancia que recorre las largas variables de esta mi ciudad. Una metrópoli igualmente incierta. La capital de la incertidumbre.

Ya no amanece en las regiones periféricas. Vivo en una metrópoli asediada por la nieve. Un centro sitiado por los distintos distritos colindantes. Regiones urbanas que fueron sepultadas por el blanco matiz de su propia atmósfera. Devastadas por la ingenua tormenta de sus propios delirios de diminuta grandeza. Un sarcófago circular. Un cinturón de hierro gélido y glacial… la helada metafísica sobre la que tanto advertí muchos, muchos años atrás. 

Los tejados crujen. La insistencia del frío agrieta las fachadas con arrugas y estrías neoclásicas. Signos de la vejez. Rasgos dolientes de una edad desvelada. La escarcha violácea oculta el resto de las facciones del rostro urbano. Una fisonomía desencajada. Son las bajas temperaturas que ha traído esta brisa interior, un aire cargado de humo y de mortalidad. 

Hay una calma amniótica en el olor de la nieve. Una sosiego uterino que raya la apatía. El frío voltaje de todas esas decisiones erradas que no obstante me han traído una sensación de vaga iluminación. Una luz delicada. Algo parecido a la inminencia de un amanecer en alguno de los extremos polares. El brillo sutil del polvo que flota frente a las ventanas. Ese fino resplandor que acontece frente a cualquier tragaluz. 

En Madrid, como en el resto de España, poseo un constante estado de ánimo con el que se comete fácilmente un asesinato. Su subsuelo está abarrotado de fantasmas con las manos maniatadas. De ninfas hijas de puta que han huido de los amores divinos. De piojos devorándose entre sí. De escarabajos que dan vueltas a una gigantesca bola de mierda, de envidias y de peloteo. Una vida submarina determinada por el espíritu de un ser anónimo y terrible. Ésta es la coordenada inaudita de una emoción ultraterrena. Una realidad brutal con la forma de una pirámide terrorífica de convencionalismos.

Pese a que aquí disfrute de la identidad del anonimato, de la tibieza plácida de mis propias imprecisiones, este es un lugar del que, tras mis constantes regresos, siempre he de irme. Se trata del eterno retorno. Se trata de la eterna partida.



XIII

Para hablar, primero has de habitar el tiempo. Dar forma material al mito contemplativo. Reproducir la matriz del logos sobre el papel secante. Citar las Sagradas Escrituras sin haberlas leído siquiera -el acto mágico de la memoria atávica-. Alquilar una habitación en un hotel lujoso y rellenar sus paredes con pinturas rupestres. Dejar que los espectros conduzcan el automóvil que has robado mientras tú te duermes en el asiento de atrás. Trepanar el cráneo de un mono y rellenarlo con el idealismo más ruinoso del que seas capaz. Escribir jeroglíficos que ni tú mismo entiendes. Observar el mundo vestido con un traje hecho a la medida de tus sueños y con los ojos preñados de sinfonías. Dejar caer las lágrimas y descifrar su vocabulario. Pasear desnudo por entre la estatuaria quebrada de la noche, de todas las noches. Completar el ciclo de todas las cosas que no entiendes. Hundir el transatlántico que cruza el océano del Yo junto con ese millón de Tús que persisten en la materia. Transcribir el lenguaje de los huesos de los santos en un idioma aún más críptico. Asimilar el ritmo y la cadenza de la carne desnuda. Admitir que todas las novelas son un monólogo aburrido, por muchos personajes que éstas tengan. Afrontar el Caos rellenando todos los espacios vacíos con palabras recargadas de significado, creando así el vacío total. Dar rienda suelta a tu corazón imperial y colonizar todo lo que se autoproclama virginal y nativo, pues nada en este mundo es ni virginal ni nativo. Resistir los diagnósticos de los naipes estando impecablemente ataviado. Sentir cómo tus vísceras emulan en la tierra las explosiones solares que acontecen en el cielo. Aprehender la gnosis que hay en lo cotidiano. Hacer de la realidad un juguete destripado que no te molestas en volver a montar. Dejar a la música fluir como la bilis. Dejar a la bilis fluir como la música. Sentir tu pasado de la misma manera que se siente un miembro fantasma y amputado -no tienes ni por qué aceptarlo ni por qué asumirlo, deja esas tonterías para las almas cándidas-. Haz caso de tus estados febriles. Elige lo aparentemente más trivial de entre todas tus opciones. Acepta que tus anhelos son aún más intimidantes que el respirar de los muertos. Se luminoso, siempre, se luminoso. Se luminoso como el Grial. Empuña la navaja automática que jamás te regalaron tus padres, usa ese Excalibur de lo maravilloso y abre los nuevos pasajes de la emoción.



XIV

Escribo siguiendo el ritmo de un metrónomo estropeado. Un mero truco para alcanzar el paraíso imperfecto. Donde luce un sol y medio. Donde la noche, vestida de blanco, sale a diario de su agujero para cantar su bis y recibir el aplauso. Donde el virtuosismo le hace el amor a un caballo pura sangre ante la enigmática mirada de los dioses.

Ya aprendiste la lección en el infierno. No hablo ya para nadie, sino para el gentío que soy yo mismo. Estar solo no es un arte, es una artesanía cuyos secretos se transmiten a través de los siglos susurrándolos al oído -todo requiere de una iniciación-. Eluard, la nodriza de los insectos, tuvo la muy poca precaución de decirlos en voz alta: “Ser virtuoso es estar solo”. Eso dijo. O eso creo, pues todo esto que escribo no son más que retazos que encontré en unas páginas arrancadas a la medianoche.

Palabras. La naftalina de la mente -un nido de mariposas-. Se escribe para tener esperanza. Y aun con todo… ¿Quién tiene el valor de ser libre? Libre de uno mismo, me refiero. No hay nada admirable en romper las cadenas externas. ¿No se ríen acaso los dioses de todas esas revoluciones que no hacen más que sustituir unas pesadas cadenas por otras aún más sutiles y terribles? ¿Y qué me decís de todas esas irreverencias individuales tan estériles? Se esclavo de tu propia idiosincrasia. Esa que ha sido diseñada por otros de forma tan concienzuda y aparentemente causal. Da exactamente igual. Alienémonos con los patrones estipulados de cualquier escena musical, literaria o política. Y cuanto más progresista y transgresora sea ésta, mejor. Adoptemos la actitud de todo aquello que no somos y hagamos uso de la proclama o de la irreverencia previsible. Seamos estúpidos, e incluso un poquito gilipollas… pero me estoy desviando. Volvamos al cauce de la fantasía. A la eterna ausencia del ser amado. A los paisajes que rodean el vacío silueteándolo con forma de mujer. O de hombre. O de un Dios. ¿Dónde está el mar? Quiero masturbarme en sus aguas heladas. Andar descalzo sobre las ruinas puntiagudas de una ciudad sumergida y sentir el sabor oculto de sus misterios al lamerme las heridas. Hay una línea recta que separa un mundo del otro. Un río Estigia que tan sólo se cruza con las monedas de la voluntad. Vivo en el lado imposible, alimentándome con todo aquello que es más que improvable. Se que no existo y esa es la mejor de mis armas. Me verás desaparecer en la lucidez de mis frutos calcinados. Ya he marcado en el calendario el día exacto en el que retornaré al Sol. Doy un paso adelante y llego a este exacto lugar, donde el poema se despliega abandonando la forma de un avión para volver a ser una hoja en blanco. 



XV

Te disuelves por entre las luces de los automóviles a poco que cruzas las calles. Escuchas la elegía de la muchedumbre mientras aguardas encogido y muerto de frío en las trincheras del lenguaje. Las barricadas de la imaginación. Te has acostumbrado a habitar las catacumbas de tus propias visiones. Adaptado a la humedad y al frío de sus profundidades. Salir a la superficie de la realidad sería como esperar a la intemperie un último tranvía que ya sabes que se ha ido. Tu vida transcurre únicamente por entre todas esas ideas que en cuanto las escribes o dibujas se transforman en una explosión. Su magnitud posee el brillo, la intensidad y el sustento de un jeroglífico maravilloso leído en voz alta. Tras la onda expansiva apenas alcanzas a percibir fragmentos de lo que ocurre. El arco. Las plumas. La flecha. Los cabellos dorados… y en medio del vértigo, te das cuenta de que estás cayendo junto con Ícaro sobre un pantano repleto de significados.   

Un gorrión cruza el blanco indeleble del cielo raso ejecutando una oscura contorsión. La continua voltereta mortal que no es otra cosa que la voluntad. No queda ningún rastro de la muerte de Ícaro, salvo su rostro acuñado en las dos monedas que cubren los ojos de un cadáver exquisito… el estúpido de Bretón. Se trata de un ajuste de cuentas silenciosamente ejecutado por lo auténticamente maravilloso.

Los corazones de los ángeles bombean una tinta deslumbrante compuesta de bellezas microscópicas. Bacterias multiplicándose con infinita nostalgia. Las formas del fuego se suceden en una cadena de cálidas variaciones. De esta chimenea se desprende un humo procedente del mundo antediluviano. De un mundo que aún no ha sido creado. Su luz, aún inexistente, decora la irrealidad dorada de los iconos rusos. Azuza el candor del rezo. Inyecta el virus de la inmortalidad.

Me he desviado del tiempo. Debió de ocurrir en un instante que ya ni recuerdo. Quiero que llegue el invierno y regresar en forma de nieve. El invierno de mi disconformidad. El humo imperecedero de las pipas marineras. Los fragmentos perdidos para siempre de los libros desgastados. Las riquezas todas que abandonó san Francisco. Los bordes rígidos del revólver maravilloso y ultraterreno… Todo se ha ido. Todo se ha desvanecido con la torpeza de una cadencia literaria. La imaginación es una enfermedad que deteriora las funciones corporales mientras crea destellos fantásticos bajo el cráneo. En muchas ocasiones la creatividad auténticamente incisiva trae consigo secretos y misterios muy desagradables, por mucho que todos esos memes naives y entusiastas pretendan darle un halo mesiánico y edulcorado con glitter y corazones. Pero ya ha nevado, y yo podría estar todavía aquí. 

A poco que observes se intuye un adiós en la vida de todos los seres vivos. Una larga despedida. Cada acto que cometemos es un último apretón de manos, un agitar la mano desde lejos, palabras etéreas escritas en una nota justo antes de desaparecer. 



XVI

Niño cíclope, que lloras de deleite en una única visión. Sabrás lo que esta tu dicha esconde si estás destinado a saberlo. A cuatro mares tus miembros serán atados. Cuatro fuerzas moviéndose en cuatro direcciones opuestas. Norte, Sur, Este y Oeste. Los fragmentos de tu vida desgarrados y apuntalados a cada punto cardinal. La Rosa de los Vientos que es tu alma. Flor despedazada. Belleza desmembrada que una vez estuvo aquí, íntegra e intacta en un punto cero y concreto. Pero no te asustes. No te alarmes. No te estremezcas todavía. Después del dolor, tu sonrisa será el vértigo de quien se asoma al acantilado. Tus ojos, arrecifes de coral contra los que se estampará el imprudente que a ellos se exponga. Tus labios, la escultura resquebrajada que cada noche se desploma, poco a poco, aplastando a los insectos justo antes del alba. Tu lengua, un artefacto medieval con el que torturarás a tu propio corazón hasta que éste confiese el esplendor de toda su belleza. Un pecado insólito.

No esperes la respuesta del ruido. Ni tan siquiera esgrimas una mísera pregunta. Lánzate en silencio a través del resplandor del símbolo. O ni siquiera del símbolo. Olvida los conceptos y su concreción histriónica. Confía tan sólo en la simpleza inherente de lo puramente evocador. Una imagen nocturna con todas sus ventanas iluminadas.

Se un embrión impregnado de gestos. Una Nada encerrada en una armadura. El contenido incógnito de una copa usada para una ofrenda. Un opúsculo enrarecido e inacabado. Se una evidencia de la brutalidad. La desnuda anatomía de una fórmula erótica. La virtud tóxica de un hongo escarlata. Un carnaval sin disfraces: la temperatura del Sol.

Pero lo primero de todo, aprende a deletrear tu auténtico nombre, el que nadie más sabrá pronunciar. Sílabas de fuego. Vocales oceánicas. Consonantes nucleares. Cadáveres llorando desde el extremo oriental del delirio. El trueno en la voz del sacerdote que oficiará tu entierro. La letanía del amanecer. Tus ideas eternas cortándose en la afilada hoja que es tu horizonte. Todos los horizontes. Lo anecdótico de la existencia sangrando en esa palabra. La visita encarnizada del angel injusto… Imágenes enumeradas que no son más que la muerte que transmites:

Tu nombre. 



XVII

“La oscuridad, si acaso no lo sabías, es la Luz de la Esencia;
Dentro de la oscuridad fluye el Agua de la Vida”
-El Rosal Secreto de los Misterios. Gulshan-i Raz-

Un Salmo reverbera en aquella habitación que dejé vacía por pura imprudencia. El testamento de los pájaros vuela de nuevo hacia mí en esta su música. Sol que reluce en mi lengua y en la plata de los dientes. Luz que cercena el nervio óptico. En las vísceras hundido su filo. Un último signo fluctuando en la sequedad de la orilla. El mar que dejó de ser húmedo. Los misterios del Ártico escritos en una carta trágica. El énfasis del silencio: un acento que recae en lo oculto. Hay tantas cosas por decir, pero aún son más las que he de callarme. 

Tu voz despierta en los prados, en los límites inciertos del inframundo griego. El desnudo enigmático de un cadáver flotando en mitad del río. La incapacidad de lo irreal por convertirse en vida: un fracaso que siempre recae sobre los hombros del poeta. Un fallo inesperado en las poderosas palabras del sacerdote. Este poema es un eclipse no registrado en ningún calendario. 

La memoria es siempre un incendio en la oscuridad. Una talla renacentista que arde en la noche mientras sus pies se hunden en la orilla de un mar negro. El humo de esta ofrenda penetra en la colmena de los recuerdos. Es entonces que las abejas del Hades revolotean a través de mis nervios, como intentando huir de un suceso terrible. Los animales corren en bandada hasta los límites que me configuran. Están decididos a saltar al vacío antes que ser calcinados. Hay una inminencia alarmante y conclusiva. Pero en realidad, no ocurre nada. Absolutamente nada. Mi cuerpo se ha convertido en una habitación vacía en cuyas paredes una Salmo reverbera. El testamento de los pájaros vuela de nuevo hacia mí en esta su música. Sol que reluce en mi lengua y en la plata de los dientes. Con el tiempo, los recuerdos te transforman aún más que los propios hechos que los han impreso. Con todo, siempre hay una luz negra por donde la vida vuelve de nuevo a fluir, aun de forma oculta.



XVIII

“¿Y qué no ves?” 
-Dicho tradicional sufí- 

Dime. ¿Qué no ves? ¿Qué no oyes? ¿Qué no consigues olfatear? ¿Qué es eso que no puedes tocar y ni mucho menos paladear? Háblame de todo aquello que no consigues percibir. Mares que no son mares. Campos que no son campos. Cielos constelados que no son ni celestes ni estrellados. Háblame de las aves que no vuelan. De las madres que no han parido hijos. Del fuego que no arde. Descríbeme al humano que no es humano. Al ángel que no es ángel. Al monstruo que no es monstruo. ¿Qué es lo que dices? Esfuérzate un poquito más. Vives sin ser vida. Disciernes sobre un universo que no es un universo, y sin siquiera discernir. 

¿Cómo es el olor de una rosa que no es una rosa? ¿Y la tonalidad de un fruto que no es un fruto? ¿Qué bien hace la bondad que no es bondad? ¿Y la magnitud del daño de la maldad que no es maldad?

¿Cómo describirías lo que eres si no eres? ¿Y por qué intentas explicar lo maravillosa que es tu existencia si no existes?

¿Te has dado cuenta ya de la inutilidad de las cuestiones? Continúa haciendo preguntas si quieres, pero cuanto más preguntes menos vas a entender.



XIX

Una serie de significados microscópicos se balancea sobre el líquido amniótico que fue derramado durante el parto bíblico. La belleza efímera de las flores prolongándose en el infinito. Aromas fugaces cuya huella indeleble transforma el corazón, abarrotándolo de siempres. La paradoja matemática de la nieve que sube a los cielos: signos de un Dios resucitado en su propia sombra. Humo negro en los callejones oscuros de estos sus ojos nocturnos. Y el sonido lejano… un suave ladrido que se desvanece nada más cruzar el umbral de su garganta y que no es más que un largo etcétera desparramándose por un extraño túnel, como una locomotora que se abre paso a través del vacío con un sin fin de vagones abarrotados con cadáveres. 

Este es un Dios que se revela a los hombres corriendo escaleras abajo con un tallo espinoso anudado al corazón. Bach reverberando en el abdomen. El apresuramiento de una melodía que se resigna a una emoción oscura. Una catarata de cabezas decapitadas. La autopsia no autorizada de la psyche. Memoria del calor: una huída hacia el sol. 

Este es un Dios retirado en un mundo de luces. Una acumulación de conmociones transfiguradas en planetas y constelaciones que giran al unísono en el centro de la mente. Su vida se ha convertido en un cántico astral. La paradoja de su pensamiento en el aullar de un murciélago, en el chillido de un lobo, en el maullido de una jirafa. Tres asimetrías rodeadas de una nada blanca. El elástico poder de la muerte que precede a la muerte. Un evento transformador que no significa nada. Una estrella alfabética que retiene todo el frío de la atmósfera y lo convierte en un sentimiento, en una espiral nebulosa que gira entre las sienes como un maná astronómico. 

Este es un Dios bajo cuyos pies la Tierra se convierte en un hollín blanco aún más frío que la nieve. Una chimenea de hielo donde crepita ese fuego congelado que un día poseyó la temperatura del amor. 

Este es un Dios que cohabita con los espectros en el país de los lagos helados, donde el corazón es un bosque azuzado por el viento del ártico. Una piedra cubierta por el musgo. 

Este es un Dios que brilla en mi mente como el tibio resplandor de una vela que se consume, misteriosa, en el interior de una calavera.

Este es un Dios que ha depositado una Biblia en mis manos, antes de desaparecer para siempre… pero sus páginas están en blanco.



XX

Hay un papel entre las sábanas sucias. Una nota abandonada, tal vez para explicar una última emoción justo antes de salir volando, a través del fuego, hacia la ventana.

El concepto de existencia acaba teniendo el mismo propósito que el comodín de una baraja gitana. Un jóker quimérico. El aura de un murciélago que duerme boca abajo, pendiendo de la línea del tiempo y esperando despertar alguno de estos días en cualquier otra realidad.

Pero cómo explicarlo. Todo esto es como vivir en las entrañas de una metáfora literaria, engullido por una ballena mitológica que te obliga a aceptar un destino que no has elegido. Un sueño que se prolonga más allá de su propio final natural, alejándote así de todo lo dado por supuesto. Desplazándote hasta hacerte encallar en los arrecifes de una tierra extraña, allí donde el mundo se borra. 

Las mareas te empujan, arrojándote sobre una playa desnuda junto con las algas, los himnos, las trompetas, las coronas y todas las demás señales negras de la enfermedad del mundo. Y es entonces que la noche se enreda entre las hierbas, haciendo percibir el mañana como una realidad plausible, o en el mejor de los casos, como un nuevo mundo en el que levantarse al tercer día, tras la catástrofe espiritual, transfigurado en carne.

Es en ese lugar indefinido donde tu rostro despierta, cubierto de un polen cadavérico: un cosmético escrofuloso que posee el poder de transformar la apariencia del diario que está escrito en tus ojos, en tu boca, en tu frente, en tus arrugas… Despiertas, al fin y al cabo, con el aspecto de haber sobrevivido en una dimensión inimaginable.



XXI

Enumero los encuentros con la nieve, los salmos que cantan la muerte universal, los minerales incandescentes que se atascan bajo los párpados y las uñas. Se trata de un trabajo solitario. Todos los espacios en blanco que hay que rellenar con palabras aún más blancas. Se trata de apartar el humo del cigarrillo, ese que entorpece la visión de las almas que nos habitan. Se trata de alcanzar la matriz de ese conocimiento heráldico y esencial que, pese a todo, siempre posee la apariencia de un epílogo. Un disolverse por los canales que derivan en la vieja fuente del lenguaje. La espiritualidad aromática que se extiende hacia Dios. Apartar los pedazos de ese meteorito tan profano que ha obstruido, tras su caída, todas las rutas posibles. Vivir permanentemente expuesto al clima subterráneo de ese túnel que has excavado con tus propias uñas… Realizas todas estas tareas con el único propósito de sufrir una confusa explosión de sueños en lo más íntimo de tu mente. Una ráfaga de imágenes tan penetrantes como el amoníaco. 

El rostro de una virgen brilla vibrante en la oscuridad del bosque, haciendo muecas bajo una estrella titilante. Todo se borra en la noche, excepto esta luz nocturna que parpadea tenuemente bajo la ropa interior. Escuchas impaciente a todos esos mártires literarios que balbucean en sus versos o en sus argumentos narrativos. Criaturas salvajes, disecadas y petrificadas tras el vidrio. Entre ellos hay una lechuza que parece ser consciente de haber sido congelada para siempre en un instante concreto del tiempo. Una araña pende de su gesto dolorido. Ésta se afana en tejer palabras complicadas mientras su cuerpo cae en el lugar más remoto posible de la comprensión.

Veo al ahorcado de la baraja gitana reflejarse en el espejo deforme que es su propio significado. Veo a un niño pálido durmiendo sobre el filo de un cuchillo inabarcable. Barquitos de papel fulgurando a la deriva por los corredores inundados de su corazón. Veo un puñado de sueños colarse por los agujeros de sus bolsillos raídos. Veo el cascarón de todos los amantes, que se aman aun sin entenderse, creando una única y avasalladora soledad. Veo a la empuñadura de la nada sobresalir en el pecho de un hombre que se zambulle, moribundo, en el cráter del tiempo, que es el caos: el desorden original. Veo unas golondrinas famélicas sobrevolar el horizonte, el aliento de la plenitud soplando en sus almas. Veo al caer de la nieve detenerse, antes de que ésta toque siquiera el suelo. Y es con todo esto que el cielo se vuelve de nuevo familiar, un espejo con una imagen reconocible. Y yo voy siendo lentamente envuelto hacia el retorno, hacia el vientre de una virgen, dentro del cual volveré a ser gestado sin siquiera haber sido concebido. Se trata del final del túnel que excavo con mis propias uñas. La matriz de la visión.



XXII

He de reconciliarme con la ausencia. Permanecer erguido sobre el fuego hasta que todo sentimiento se haya borrado. 

He de asimilar la ausencia convirtiéndome en ausencia. La magia de la desaparición, aun estando. Un destierro de la realidad tan parecido a la inexistencia. Un lugar aparte donde cada día hay un agujero en la arena que hay que llenar con mar, rezos y barajas de naipes.

Mientras pienso en la fina diferencia que hay entre el sueño y el destierro me doy cuenta de estar encerrado en un baúl. 
A través de su cerradura veo una habitación, y en ella unos salmos pintados sobre una pared vacía. Estos poseen una apariencia rúnica, el poder evocador de las sombras chinescas. Veo a un grupo de diez caballeros perfectamente ataviados ofreciéndose el paso los unos a los otros frente a la puerta sin que ninguno de ellos se atreva nunca a entrar. En el otro extremo de la habitación hay otra puerta por donde diez poetas se asoman tímidamente también sin atreverse jamás a entrar. Su excusa es la de no tener tiempo de hacerlo pues siempre están ocupados escribiendo sobre este lugar. 

Veo a cuatro niños meando en las cuatro esquinas a través de sus ojos de rubí. 

Veo a la ambigüedad personificada en un Jesucristo que azota la espalda de un chamán mientras éste corre a través del tintineo de las monedas que ha intercambiado por presagios y curaciones. Tras los azotes el chamán se transfigura en un sacerdote de Cristo al que Cristo vuelve a azotar hasta que éste se convierte en un chamán. Y así sucesivamente. 

Veo a un tipo parecido a Carl Gustav Jung suspendido en el aire mientras dos manos le agarran arrastrándole en dos direcciones opuestas. Lo consciente le estira hacia el techo y lo subconsciente hacia el suelo hasta que lo acaban despedazando. De los dos trozos de Jung surgen otros dos Jungs que vuelven a ser despedazados y multiplicados ad infinitud. 

Veo a una rosa aguardando al final del mundo como si ese fuera el lugar idóneo para desvelar sus significados secretos: un cebo mortal tendido al temerario espiritual. 

Al salir de mi baúl encuentro al mundo enterrado bajo la nieve. Los tejados de la realidad asoman como hongos humeantes, como si el único propósito de la devastación fuera el de crear la mayor de las alucinaciones. La muerte se desliza a través de los aromas de este incendio invernal. Una rima enojosa que se deshace a través de la métrica del viento. No hay nada que justifique mi presentimiento, pero intuyo la causa de este cataclismo. El arte de la ausencia, la más antigua de las invocaciones.



XXIII

La mañana está empapada de ensueños miccionados por el ave mitológica. Los ojos derretidos de tanto mirar al sol. Un primer éxtasis te golpea al tiempo que Ishtar desciende por entre el resplandor del relámpago matinal. Un primer espasmo que eyacula los fragmentos dispersos del subconsciente pagano. El placer intenso de los ideales fallidos. Un eco lascivo en el que reverberan las últimas noticias del Eden espiritual.

El impulso te sofoca mientras los cisnes salen volando del revés por las infinitas bobinas del calor contemplativo. De tus terminaciones nerviosas florecen unas rosas ya marchitas, pero su fragancia es aún más intensa que el de las cosas vivas. El líquido seminal de tu imaginación está siendo expulsado por los espasmos viscerales, como extraído de una tumba abarrotada de resurrección. Una pila de excrementos sagrados es arrastrada por el huracán a través del horizonte de la posibilidad. Los niños del coro gesticulan, agónicos, pues la música de sus voces ha sido enterrada en el estrato más profundo de la prehistoria. 

Hay un agujero en el aire que se acerca hacia mí, como si un Dios remoto quisiera mostrarme una herida cósmica imposible de cerrar. Mientras, las caléndulas salvajes de la masturbación se agitan en el perineo, como si una catedral misteriosa estallara en las cloacas de tu cuerpo, mostrando sus secretos atávicos en el hermoso material que explota. Una mitología consoladora que hierve devorando las entrañas de la literatura gótica que palpita en tu consciencia. 

El rey verde se hunde junto con la barca podrida que navega en el raudal ácido de la historia. Él también es arrojado por el espasmo del músculo espiritual. El combustible mental ardiendo en las venas. La sangre circulando a borbotones como una multitud rebelándose por las calles de una ciudad inmaterial. 

Un orgasmo está aconteciendo en la raíz del árbol de la vida. De sus ramas florecen los pensamientos más tiernos, los deleites efímeros de la iluminación, una victoria jadeante que ocurre entre la locura y la muerte. Una sucesión de amaneceres tan veloz que aparentan ser uno sólo. Y es entonces que la noche se vuelve día y el día se vuelve noche. Una daga rasga los matices espesos que separan lo consciente del subconsciente. Por un momento se experimenta una armonía exultante. Una comprensión repentina que vuelve a desvanecerse en cuestión de segundos. Sólo queda el adormecimiento del cosmos dispersándose por tu interior. 

Tras el velo del átomo, una rosa resplandece
justo antes de que caiga el telón final del mundo



XXIV

Traspasadas las eras mitológicas del subconsciente, con sus aves extrañas, sus deseos ocultos y no ocultos, sus senderos oblicuos y luminiscentes y sus cebos en forma de promesas mistéricas y esotéricas… se llega a un lugar en la mente que no es más que un cruce de caminos. Un lugar con forma de cruz. ‘Es entonces’ que todas esas eras mitológicas se personifican en la figura de un faraón. ‘Y es aquí’ que apareces como un esclavo tembloroso que huye de semejante figura y de su reino autocomplaciente, a través del desierto, a través de las barreras de lo consciente y de lo subconsciente. ‘Y es aquí’ que te encuentras una y otra vez con el mismo obstáculo: el enorme Mar Rojo personificando al Ego en la masa infranqueable de sus aguas. ‘Y es aquí’, cuando crees haber sido atrapado para siempre, que alzas la voz hacia los cielos y las aguas se parten en dos. Tu Yo esclavo escapa a través del Mar-Ego como una mujer que huye del dragón portando entre sus brazos al Niño-Verbo, como un Moisés que arrastra a su comunidad por entre las aguas, dirección al desierto, hacia la zarza que arde. ‘Y es entonces’ que el Mar-Ego vuelve a cerrarse engullendo al faraón, a los seres mitológicos que pululaban por tu mente subterránea, a las bellas sirenas y los grilletes que te tenían preparado, a todas esas voces bestiales que te gritaban divinizando la voluntad contingente junto con todas sus autocomplacencias e intentando hacerla pasar por la voluntad esencial… unos gritos que poseían la fuerza de un terrible espejismo. Pero todo ello quedó bajo las aguas y tú estás ya en el otro lado, sin ser un esclavo. ‘Y es entonces’ que lo ves a ‘Él’, el que está en todos los lugares sin estar en ninguno. Y es por ello que sabes que no estás en ningún sitio. ‘Y es entonces’ que recuerdas aquellas palabras “Nadie puede verme y seguir con vida (Éxodo 33, 20)” y aun así te atreves a pronunciar las mismas palabras que Moisés: “Muéstrame tu rostro (Éxodo 33, 13)”. Es aquí que se te concede ese único y último deseo… ‘Y es entonces’ que ya sabes que has dejado de existir para el mundo.



XXV

Soy un hereje de la herejía. La disidencia y la anti-tradición son las tradiciones más soporíferas. Una minoría multitudinaria que toma el mismo sentido que el gentío, pero en dirección contraria. 

Me niego a ser un antónimo. Me niego a ser la excepción que confirma y reafirma la regla. Me niego a ser lo opuesto y lo contrario, que no es otra cosa que lo mismo. Me niego a realizar los mismos gestos, pero a la inversa. Me niego a ser el reverso de lo que no quiero ser, dándole así aún más forma. Me niego a ser la otra cara de la misma moneda. La espalda del monstruo. El culo del ogro. El excremento del hada.

Me niego a ser la sombra del lugar común. La antípoda de lo que detesto. El vómito del señor educado. El reflejo invertido del mismo rostro. La creación que no es más que re-creación. La estupidez del vinilo que hay que escuchar hacia atrás (los más osados lo escuchan incluso haciendo el pino). 

Me niego a ser la caricatura del odio hacia lo que odio. Me niego a ser odio. Me niego a ser el tedio de la carcajada fácil. Me niego a ser el sapo que a fin de cuentas es un príncipe. Me niego a ser la carcoma de un mueble que aborrezco, alimentándome toda la vida de sus entrañas.

Me niego a ser el otro lado del espejo. Me niego a ser el reflejo que te mira de frente incluso si el espejo está partido en mil pedazos.


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